¿Saldrás de tu barco? 

“Enseguida Jesús hizo que los discípulos subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud” (Mateo 14:22). El evangelista presenta la escena deliberadamente. Los discípulos acababan de presenciar un milagro —la alimentación de los cinco mil—, pero Jesús los despide y se retira a orar. Cae la noche. Se desata una tormenta. La barca está en medio del lago, “azotada por las olas porque el viento era contrario” (v. 24). Son pescadores experimentados, pero reman con dificultad. Su entorno, sus habilidades, su barca —todo lo que les era familiar— de repente resulta insuficiente. En ese momento de agotamiento y vulnerabilidad, “poco antes del amanecer, Jesús salió a su encuentro, caminando sobre el lago” (v. 25). El que bendijo los panes y los peces ahora camina sobre la tormenta como si fuera un patio empedrado.
Pero los discípulos no lo reconocen. El miedo distorsiona su visión. “¡Es un fantasma!”, gritan aterrorizados (v. 26). Antes de que pudieran reaccionar, Jesús habla. Sus palabras resuenan a través de las olas: «¡Ánimo! Soy yo. No tengan miedo» (v. 27). En el griego original, «Soy yo» también puede traducirse como «Yo soy», un eco de la autorrevelación de Dios a Moisés. Jesús no solo los tranquiliza; se revela a sí mismo.

En ese momento, Pedro, impulsivo y ansioso, dice algo asombroso: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas» (v. 28). No es bravuconería. Es un corazón que reconoce la voz de su Maestro y desea responder. La respuesta de Jesús es una sola palabra: «Ven» (v. 29). Pedro salta por la borda. Ya no está parado sobre madera, sino sobre agua; ya no está sostenido por lo que sabe, sino por la llamada de Cristo. Durante unos pocos pasos, descubre que la obediencia tiene su propia fuerza.

Entonces la realidad lo golpea de golpe. «Al ver el fuerte viento, tuvo miedo y, comenzando a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!”» (v. 30). El texto dice que Jesús «al instante» extendió la mano y lo sujetó (v. 31). La fe de Pedro flaquea, pero el agarre de Jesús no. Cuando vuelven a subir a la barca, el viento amaina. Los discípulos lo adoran y dicen: «Verdaderamente eres el Hijo de Dios» (v. 33). Todo el episodio no es solo un milagro; es una revelación de quién es Jesús y cómo nos encuentra en medio de nuestras tormentas.
¿Qué significa esto para mí? Primero, me recuerda que las tormentas no son una señal de la ausencia de Dios. Los discípulos estaban exactamente donde Jesús los había enviado. La obediencia no nos protege de los vientos en contra; a veces nos coloca directamente en ellos. Sin embargo, es en la tormenta que Jesús viene. No grita instrucciones desde la orilla; sale a nuestro encuentro. En mi propio liderazgo y vida laboral, he descubierto que los desafíos a menudo son el contexto para encuentros más profundos con Cristo. Cuando los sistemas fallan y las competencias flaquean, la oportunidad de confiar se hace más evidente.

Me enseña que la fe comienza al reconocer su presencia. Los discípulos vieron un fantasma; Pedro escuchó a un Señor. Mi percepción de Jesús moldea mi respuesta. En tiempos de incertidumbre, puedo interpretar los acontecimientos a través del miedo o de la fe. "¡Ánimo! Soy yo. No tengan miedo" no es solo una frase para los discípulos del primer siglo; es una palabra viva para nosotros. Cristo no promete la ausencia de viento, sino la realidad de sí mismo en medio de él.

El paso de Pedro me muestra que la fe no es un sentimiento vago, sino una acción concreta en respuesta al mandato de Cristo. No salió por capricho; salió por invitación de Jesús. En mi vida, eso puede significar emprender una nueva aventura, hablar en una reunión, orar por un colega o perseguir un llamado que siento que está más allá de mi capacidad. La barca representa lo familiar, lo manejable, lo que puedo controlar. La fe comienza cuando pongo mi peso en algo que no puede sostenerme, a menos que Jesús esté ahí.
En cuarto lugar, esta historia me asegura que el fracaso no me descalifica. Pedro comenzó a hundirse, pero también caminó. Muchos nos centramos en su duda, pero solo un discípulo abandonó la barca. Y cuando se hundió, supo a quién llamar: "¡Señor, sálvame!". Ese grito es en sí mismo un acto de fe. La respuesta de Jesús es inmediata y personal. En mis propios tropiezos y dudas, todavía puedo extender la mano a su mano, y él me sostendrá.

El resultado de todo el episodio es la adoración. Los discípulos terminan confesando: "Verdaderamente eres el Hijo de Dios". Tanto las tormentas como los pasos de fe conducen a una revelación más profunda de quién es Jesús. Lo importante no es mi actuación, sino su presencia. Cuando salgo y descubro su poder sustentador, mi comprensión de él se amplía. La tormenta se convierte en un aula para la adoración.
Así que la pregunta sigue siendo personal: ¿Saldré de mi barca? ¿Lo harás tú? Cada uno de nosotros tiene un camino: una carrera, un rol ministerial, una zona de confort, un patrón de autosuficiencia. Estos no son necesariamente malos. Incluso pueden ser dones. Pero pueden convertirse en barreras si nos impiden responder al "Ven" de Jesús. La invitación es continua. En el ámbito laboral, en el liderazgo, en la vida familiar, en el crecimiento espiritual, Cristo nos llama a ir más allá de lo predecible hacia una dependencia más profunda de él.

El milagro no está en mi valentía, sino en su presencia. Él sigue caminando sobre las olas. Sigue llamando. Sigue atrapando. Cuando nos atrevemos a salir, aunque sea vacilante, descubrimos la verdad que sustenta todo el pasaje: Jesús es Señor de la tormenta y Señor del mar, y es fiel para encontrarnos donde estemos. "¡Ánimo! Soy yo. No tengan miedo". Esa es la palabra para nosotros hoy.

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