Propósito de la Resurrección 

La resurrección de Jesucristo no es solo una verdad que reconocer; es el latido viviente de nuestras almas. Sin la resurrección, nuestra fe es hueca, nuestras esperanzas vacías y nuestras luchas vanas. Pero, ¡oh, Cristo ha resucitado! Él está vivo con una vida eterna, una vida que ahora nos llama a su gloria y gozo. Como exclama Pablo: «Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados» (1 Corintios 15:17). Pero Él ha resucitado, y todo ha cambiado.

Cuando la piedra fue removida, no solo la muerte fue derrotada; también lo fue la desesperación. No solo Cristo anduvo libre; fueron todos los que confiaron en Él. El pecado ya no tiene la última palabra. La vergüenza ya no gobierna nuestra historia. El miedo ya no se sienta en el trono. Porque Él vive, nosotros también vivimos. Porque Él ha vencido, somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. Pablo dice: «Porque fuimos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Romanos 6:4). No una vida remendada. No una vida a medias. Una vida nueva, que vibra con el poder de la resurrección de Jesús mismo.

Esta vida no es algo distante que nos espera a las puertas del cielo. Es un don presente, un llamado sagrado. Pertenecer a Cristo es tener su Espíritu en nosotros, el mismo Espíritu que lo resucitó de la tumba. «El Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos mora en vosotros» (Romanos 8:11). ¡Qué misericordia! ¡Qué maravilla! No se nos deja solos para luchar contra nuestros pecados. No se nos deja a tropezones por la vida con nuestras propias fuerzas. Somos llevados, fortalecidos y colmados por la vida del Resucitado.

Esto lo cambia todo. La resurrección no es solo un acontecimiento histórico; Es la explicación de cada pequeño acto de fe, de cada oración entre lágrimas, de cada perdón costoso, de cada acto de bondad que pasa desapercibido. Es la razón por la que nos levantamos y seguimos caminando cuando el camino es largo y difícil. Es la razón por la que tenemos esperanza cuando el mundo nos dice que desesperemos. Pedro canta sobre ello: «En su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Pedro 1:3). Una esperanza viva: no una teoría árida, ni un credo polvoriento, sino un fuego ardiente que no se puede apagar.

Sin embargo, el camino de la vida de resurrección es también el camino de la cruz. No debemos esperar tranquilidad, pues seguimos a un Rey crucificado. Pablo confiesa: «Siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Corintios 4:10). Cada dolor soportado con fe, cada prueba soportada con la mirada alzada al cielo, da testimonio al mundo de que la muerte ha sido derrotada y que Jesús reina. Nuestros sufrimientos no niegan el poder de la resurrección; son el escenario donde la vida de resurrección brilla con más fuerza.

Así que, alcemos la mirada. Fijemos nuestros corazones en la tumba vacía y en el Señor vivo. Cristo ha resucitado y no está lejos. Está con nosotros en cada valle, a nuestro lado en cada tormenta, fortaleciéndonos con una vida eterna. Sigamos adelante con alegría, sabiendo que cada paso, cada sacrificio, cada labor realizada por su nombre no es en vano. Como nos insta con tanta ternura Pablo: «Así que, mis queridos hermanos, manténganse firmes. Que nada los desanime. Dedíquense siempre por completo a la obra del Señor, sabiendo que su trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15:58).

La tumba está vacía. El Rey vive. Su Espíritu vive en ustedes. Por lo tanto, queridos corazones, no se desanimen. Cristo ha resucitado, y porque lo ha hecho, ustedes tienen un propósito que ningún poder del infierno podrá jamás arrebatarles.

Vivamos como pueblo de resurrección.