Caminando junto a otros en tiempos de necesidad 

¿Alguna vez has tenido una conversación que empezó con: "No sé qué decir..."? ¿O tal vez te has encontrado sentado con un amigo llorando, y todas las palabras que normalmente surgen con tanta facilidad parecen desvanecerse? Es en momentos como esos —cuando la vida da un giro inesperado, cuando la decepción flota en el aire, cuando el futuro se siente incierto— que descubrimos el poder de simplemente estar ahí.

Recuerdo una vez que visité a un amigo que había perdido su trabajo inesperadamente. Estaba en una situación difícil: presión financiera, preocupaciones familiares, esa abrumadora sensación de fracaso que se apodera de él cuando una puerta se cierra de golpe. No fui con un sermón ni una respuesta ingeniosa. Fui con un paquete de galletas y un par de horas libres. Al principio no hablamos mucho. Simplemente me senté con él. Y, finalmente, se abrió: sobre sus miedos, su ira, sus preguntas a Dios. Ese día, no arreglé nada. No tuve las palabras mágicas. Pero lo acompañé en ese momento de necesidad. Y semanas después, me dijo: "¿Sabes qué me ayudó más? No fue lo que dijiste. Fue que apareciste".

No se trata solo de los grandes acontecimientos de la vida. A veces, es en los pequeños y tranquilos momentos en que alguien se siente desapercibido u olvidado. Pienso en la vecina anciana que perdió a su marido hace unos años. La casa se siente vacía, dice. Los días se le hacen largos. Así que me paso de vez en cuando, le llevo flores o simplemente le pregunto cómo le fue en la semana. Una vez me dijo: "Es bueno saber que alguien todavía me ve". Qué poderoso es recordarle a alguien que se le ve, se le escucha y se le ama.

Esto es lo que hizo Jesús en el camino a Emaús. Se unió a dos personas que caminaban tristes y confundidas, y caminó con ellas. No irrumpió con una voz potente y una solución rápida. Caminó. Escuchó. Hizo preguntas. Y poco a poco, en esa silenciosa compañía, sus corazones volvieron a arder de esperanza.

Cuando acompañamos a otros en sus momentos de necesidad, no solo ofrecemos compasión. Creamos un espacio para que Dios obre, porque a menudo es en esos momentos de conexión, de silencio compartido, de tazas de té y de una presencia amable, que Jesús se revela.

No tienes que tener todas las respuestas. De hecho, a veces lo mejor que puedes hacer es admitir que no las tienes. Un amigo mío perdió a su padre hace unos años. Dijo que lo más útil que alguien le dijo fue: "No sé qué decir, pero aquí estoy".

Vivimos en una cultura que valora las soluciones rápidas. ¿Alguien tiene dificultades? Queremos solucionarlo. ¿Alguien sufre? Queremos animarlo. Pero Jesús nos muestra otro camino. Él camina a nuestro ritmo. Él escucha. Espera que lo invitemos a entrar. Ese es el modelo para nosotros también.

Así que la próxima vez que escuches esa silenciosa llamada —toma el teléfono, envía el mensaje, acércate a charlar—, no la ignores. No te preocupes por encontrar las palabras perfectas. Simplemente preséntate. Mantente presente. Escucha. Comparte el camino. Nunca se sabe cuánto puede significar ese simple acto de bondad.

Acompañar a otros no siempre es fácil. Requiere tiempo, paciencia y la disposición de entrar en el mundo ajeno. Pero a menudo es en esos momentos de humildad y fidelidad donde mejor reflejamos el corazón de Jesús.

Y quién sabe, tal vez, al acompañar a alguien, tu corazón también vuelva a arder de esperanza.