Ver a Dios obrar marca la diferencia en nuestras vidas. 

Uno de los cambios más profundos en la vida cristiana ocurre cuando empezamos a ver a Dios no solo en las páginas de las Escrituras o en las paredes de una iglesia, sino en los acontecimientos cotidianos de nuestra vida. Es el momento en que la fe pasa de la teoría a la experiencia, de algo de lo que hemos oído hablar a algo que hemos vivido. Y esa conciencia, el ver a Dios obrando, lo cambia todo.

Para muchos de nosotros, el desafío no es la ausencia de Dios, sino que la vida es ajetreada, ruidosa y llena de prioridades que compiten entre sí. Corremos de una tarea a otra, a menudo sin darnos cuenta de que el Espíritu Santo está tejiendo silenciosamente gracia, guía y oportunidades en el tejido de nuestro día. Cuando aprendemos a percibir su actividad, el mismo mundo se ve diferente. Un viaje rutinario se convierte en una conversación con Dios. Una reunión difícil se transforma en una oportunidad para recibir su sabiduría. Un encuentro casual se convierte en una cita divina.

Ver a Dios obrando comienza con la actitud. Requiere estar dispuestos a reconocer su presencia. Podemos ser como los discípulos en el camino de Emaús, que caminaron junto a Jesús sin darse cuenta. Tenían todos los datos, todas las enseñanzas, y aun así no pudieron verlo hasta que se les abrieron los ojos. Lo mismo ocurre con nosotros. Dios ya está presente; la cuestión es si estamos atentos.

Cuando lo notamos, empiezan a suceder varias cosas.

Primero, fortalece nuestra fe. Cuanto más reconocemos la presencia de Dios, más confiamos en Él. Empezamos a ver su constancia, con qué frecuencia provee incluso antes de que sepamos lo que necesitamos. Cuando recibimos una palabra oportuna de un amigo, cuando surge una solución justo en el momento preciso, o cuando la paz se instala en una situación que debería ser caótica, empezamos a comprender la situación. La fe crece no solo al leer sobre el carácter de Dios, sino al presenciarlo en acción.

Segundo, moldea nuestras decisiones. Cuando entendemos que Dios no está distante, nuestras decisiones dejan de estar basadas en la ansiedad y se centran más en la alineación con Él. Nos hacemos preguntas diferentes: no solo "¿Qué debo hacer?", sino "Señor, ¿qué estás haciendo aquí y cómo puedo unirme a ti?". Este sutil cambio transforma nuestra manera de liderar, trabajar y relacionarnos con los demás. Da sentido a lo cotidiano y confianza a la incertidumbre.

En tercer lugar, ver a Dios obrando transforma nuestra respuesta ante las dificultades. Los retos dejan de ser obstáculos y se convierten en oportunidades. En vez de preguntarnos: "¿Por qué sucede esto?", preguntamos: "¿Qué está formando Dios en mí a través de esto?". Esto no minimiza el dolor ni pretende que todo sea fácil, sino que nos da estabilidad. Nos damos cuenta de que Dios está presente tanto en el valle como en la cima de la montaña, y que a menudo realiza su obra más profunda en los lugares que naturalmente evitaríamos.

En cuarto lugar, profundiza la gratitud. La gratitud no es simplemente una respuesta cortés ante las cosas agradables; es el fruto de reconocer la acción de Dios. Cuando nos percatamos de su presencia en nuestro día a día, el agradecimiento se vuelve natural. Dejamos de dar por sentados los momentos y comenzamos a verlos como regalos. Incluso las pequeñas bendiciones, una mañana tranquila, un mensaje alentador, una tarea terminada, se convierten en recordatorios de que Dios está íntimamente involucrado en nuestro día.

Pero quizás la diferencia más notable sea esta: ver a Dios obrando redefine nuestra identidad. En lugar de vernos como personas que deben esforzarse, rendir o controlar los resultados, comenzamos a comprender que participamos en la historia de Dios. No estamos solos, no nos dejan resolver las cosas por nuestra cuenta. Él está con nosotros, obrando en nosotros y a través de nosotros.

¿Cómo cultivamos esta conciencia?

Bajamos el ritmo. Escuchamos. Invitamos a Dios a cada aspecto de nuestra vida, no solo al espiritual. Le pedimos que nos abra los ojos a lo que ya está haciendo. Aprendemos el arte de la reflexión, repasando un día, una semana o una temporada y percibiendo su presencia. Y compartimos nuestras experiencias con Dios con los demás, fortaleciendo la fe de la comunidad que nos rodea.

Cuando vemos a Dios obrando, la vida se enriquece, se vuelve más intencional y llena de esperanza. Nos movemos por el mundo con expectación, sabiendo que el Dios vivo no se limita a lugares sagrados, sino que actúa en los mismos espacios donde vivimos, trabajamos y lideramos. Y esa conciencia, serena, constante y transformadora, marca la diferencia.